lunes, 25 de marzo de 2013

La virgen y los orishas, cada quien en su altar

La división entre venezolanos chavistas y opositores no es simple. Poco a poco se han ido definiendo las características de cada bando y en una visión bastante ligera se puede resumir cómo han ido quedando las cosas en el imaginario colectivo. Los opositores son una minoría que se cree pensante, de derecha y católicos. Los chavistas son una mayoría con complejo de brutos, de izquierda y seguidores de sectas politeístas. Pasando por alto el clasismo evidente y la falta de seriedad para definir derecha e izquierda, llama la atención que Dios, sus apóstoles y enemigos estén jugando un papel tan importante en el panorama nacional. Más allá de la mezcla nociva de política y religión, el fenómeno de satanización de las religiones populares es otro de esos errores de la oposición que no permite ganar ni uno de esos votos del chavismo que tanto deseamos. En más de una oportunidad hemos visto a Capriles besando vírgenes y haciendo plegarias. ¿En qué momento perdimos el rumbo y se nos olvidó que ateos, judíos, santeros y budistas merecen ser representados sin comprometer su tendencia religiosa? Esto por el lado de la discriminación y la exclusión. Por otro lado, colocar el catolicismo como “lo bueno, apegado a la norma” es un retroceso insólito a estas alturas. Venezuela es un país diverso en cuanto a religión se refiere. Los santeros, espiritistas, seguidores de la nueva era y practicantes de doctrinas orientales están superando en número por un rato largo a los católicos practicantes. Pero no se trata solo de números sino de respeto y tolerancia a la diversidad en el campo de la fe. Las cosas se complican aun más cuando el tema religioso se pone clasista. La santería y el espiritismo son creencias populares. Realmente son herencia de esclavos, sobrevivientes a la represión de la iglesia. Aun no hemos superado ese pensamiento de que esas cosas son de negros y además “niches”. Pensemos por un momento en los collares, los atuendos blancos, el sacrificio de animales o los estados de trance que separan a las señoras opositoras del Cafetal con el rosario en la mano de “esa gente”. Para muestra el botón del cunaguaro del pinar. Ese suceso lamentable incitó a los católicos y ateos más radicales a culpar a esos adoradores de dioses de mutilar al animalito en un sacrificio para prolongar la vida de Chávez. Quisiera saber, y es un verdadero anhelo, de dónde salieron esas suposiciones. Y si aun no queda claro el punto,pensemos en el budismo, que sí se salva porque es cool. Ojalá la oposición a la cual pertenezco entendiera que las estampitas no pueden ayudarnos, que más nos serviría mostrar algo de respeto y tolerancia por las creencias religiosas aunque no las compartamos. Y más aun nos ayudaría que dejaran al Sagrado corazón de Jesús y a Shango en sus respectivos altares para irse a pensar en cómo desarrollar un discurso político realmente inclusivo.

martes, 26 de junio de 2012

Haz yoga, yo que te digo

Fernanda, tú dices que todo se arregla, con ese optimismo que hace que las cosas se vean peor. Y yo te digo, a mis 32 creo que a esta vida se vino a sufrir Fernanda, no sabes las cosas que he tenido que pasar. Desde el día de mis quince años, cuando se me rompió el tacón delante de toda la gente, las desgracias no pararon de llegar. Fernanda mira a Clara tranquila, se ríe, le dice “deja el drama” y se le pierde la miranda recordando a la monja del colegio dándole bofetadas. Se va más atrás y piensa en su madre dejándola en el internado, segura de que era lo mejor para ella. Además, si mamá y papá no tenían tiempo para estar juntos se iba a morir “el romance”. Cuando su papá decía “romance” a Fernanda le daban ganas de llorar. Como un relámpago fulmina el recuerdo y le dice a Clara que debería hacer yoga. Fernanda tú crees que el yoga va a hacer que se me olvide la humillación de la semana pasada. Mi prima Loli decidió hacer su matrimonio primero y me quitó la primicia. Carlos me dijo que no me preocupara, que Loli era una envidiosa, pero que el nuestro va a quedar mejor. Yo pasé dos días llorando de la rabia, tengo 18, 18 meses preparando todo como para que me haga eso. Fernanda intentó mostrarse solidaria, pero en el café donde estaban sentadas sonaba de fondo una trompeta de Louis Armstrong que la llevó al cuarto de aquel tipo que tocaba saxo. Un jueves por la noche lo hicieron sobre la alfombra, se rompieron los labios, se rasparon las rodillas, se quedaron con sed porque no había agua potable antes de que él se fuera a un toque. El del saxo no la llevó a Barcelona y la postal que le regaló de Gaudí se escondió entre las páginas de una agenda vieja. Tú me entiendes Fernanda que esas cosas no se hacen, que uno se echa colorete, sale a la calle, que la gente no se da cuenta de lo que uno tiene que luchar por sus cosas. No Clara, nadie sabe, aunque yo con estos zapatos rojos que me acabo de comprar siento que el día valió la pena.

lunes, 18 de junio de 2012

Huesos

Sofía siempre lleva suéter, la gente cuchichea cuando la ve. 35 grados centígrados en la sombra. No se da cuenta de que la miran, va pensando en cuándo fue que dejó definitivamente de mirarse en el espejo. Su imagen se fragmentaba, se volvía caleidoscopio. Cuando era una niña inventaba historias de vampiros, los vampiros no se reflejan. Después ya no inventaba nada, evitaba hasta las vidrieras. La verdad quería morirse, pero no tanto. A los 20 un tipo del instituto de inglés la invitó a salir. Fueron al cine, él comió cotufas, ella las tiraba disimuladamente al piso; él tomó coca cola, ella se llevaba el pitillo a la boca sin aspirar. La película terminó, se subieron al carro en el estacionamiento, él sintió que le subía la temperatura, le sudaban las manos, la besó. Ella no sentía nada, abrió la boca, se dejó hacer. Cuando él la sujetó por la espalda para tenerla más cerca, algo sonó, un crujido seco impertinente lo horrorizó. Hasta ese momento había tratado de ignorar lo evidente, no tenía tetas, no tenía culo ni saliva. Se retiró bruscamente, no soportó el ruido. Sofía no volvió a intentarlo. Suprimió el recuerdo. Una tarde de julio llovía, hacía calor, los mosquitos se acercaban, se frustraban y luego la dejaban en paz. Cerró los ojos sin espantar la plaga, la misma escena volvió a su mente: ella jugaba en el piso con un caballo rosado, estiró las manos hacia su padre. Él pasó de largo. La madre escandalizada habló: Dios te va a castigar y yo voy a estar ahí de testigo. Ni así volteó a verla.

viernes, 9 de enero de 2009

Como ayer


Hace tiempo que Isabel no usa reloj, sabe que cuando abre los ojos es hora de despertarse y punto. Se levanta temprano en la mañana pensando en que más tarde le dirá a su hija que la ayude con el balde de agua sucia y que se acabó el jabón para fregar el piso. Todos los días, mientras se lava la cara, se da cuenta de que hace tiempo perdió algo importante y luego, como todos los días, recuerda lavar bien cada baldosa. Se sienta y toma un café, agarra la taza con las dos manos, primero mete la nariz en la taza hasta sentir el vapor tibio y finalmente se acerca el líquido humeante a los labios.
Después del café es el momento de limpiar las ventanas, los vidrios tienen que quedar muy limpios para ver a la niña que se va al colegio apurada. En la esquina apenas puede divisar una silueta, un muchacho flaco que toma a la niña por la caderas y ella que se escabulle pero queriendo que la agarre más duro, que apriete lo suficiente para que se olvide de la tarea, de los lápices y del sermón de aprovechar la oportunidad de poder estudiar que no tienen otros.
Más tarde Isabel divisa a la niña nuevamente en la esquina, tal vez no hubo clases, quiere gritarle que suba, que necesita ayuda con el balde, pero ya es muy tarde, ya ha limpiado el suelo, las ventanas. Isabel se para frente a la cocina, mete unos huesos de res en una olla con agua hirviendo… Tal vez si le dijera a la niña que necesita ayuda para picar las verduras, pero la verdad es que hay pocas. Ahora lo mejor es picar en cuadros más pequeños para que la niña se haga ilusiones de que claro que había verduras, yo compré ayer pero no te diste cuenta, mira como está llenita la olla.
Isabel no necesita reloj porque la hora de comer es cuando la niña sube a casa y dice qué lástima que ya has hecho todo, veía corriendo de la escuela para ayudarte. La verdad es que la niña se muere de hambre, las caricias del flaco la dejan exhausta, las manos huesudas prendidas de sus nalgas le abren el apetito, no sabe qué tiene, si es sed o hambre, ella sólo sabe que tiene prisa por comer y salir a hacer la tarea en casa de una amiga. Y en el camino a la casa de la amiga estará el flaco, le dirá un rato nada más y la dejará otra vez con hambre.
Isabel sirve los platos, cuidado te quemas, come despacio, se sienta junto a ella, no quiere preguntarle qué aprendió en el colegio porque ella no fue al colegio y no tendría nada que decir. Y a lo mejor la de la silueta era otra, la niña que aprende cada día las capitales de los países y ella que la acusa con los ojos sin saber bien. Entonces, sin conversar, se para, gracias mamá. Se va.
Isabel sabe que la hora de la siesta es cuando tiene la certeza de que la niña no es mala, pero de repente la pone triste volver a recordar que perdió algo, no a la niña, ella la quiere mucho. Tal vez sólo se perdió la esperanza de que fuera enfermera o maestra o ahora como las niñas son más modernas podría hasta haber sido bailarina, pero seguro que el flaco no va a querer. Isabel sabe que la niña no es mala, alguna vez ella también se dejó quemar la carne y se le olvidó la maestra, se le perdieron las hojas con los deberes. Isabel mira por la ventana otra vez, una sonrisa se dibuja en su cara… Es que la niña le recuerda tanto aquellos años.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Vigilias


Se despertó a media noche a tomar un vaso de agua y se encontró con la vela que le había prendido a alguno de sus muertos. Entonces se empezó a dibujar la cara de su abuela en la penumbra, la silueta de los amigos que se cansaron, de los enfermos, de los que estaban muy tristes y de los que simplemente se acabaron. Y su padre, pocas veces se encontraba con su padre en el pasillo angosto. Se veían a la cara, se recriminaban cosas, se volvían a mirar y cuando ella le preguntaba qué hacen allá los espíritus, él se volteaba y la dejaba así, otra vez en la oscuridad.
Cuando regresaba a la cama volvía a dormirse y tenía pesadillas con temblores. Otras veces se iba a una calle desconocida, salía desnuda y no había una puta manta, un pedazo de tela que pudiera cubrirle las miserias, pero ya desde hace mucho tiempo no valía la pena despertarse y entraba directo a otro sueño en que las anacondas le besaban las manos y eran más dulces que los caballos de mar.
Se dio cuenta de que era mejor no prender más velas, que el sueño la llevaba a la muerte y la muerte al sueño y así la noche era un espacio de pesadilla y calma, la manera más triste de despertarse cansada sin ganas de gente, ni vida, ni flores, ni nada porque al final todo iba a terminar en el recuerdo. Y tal vez por eso siguió su rito, para que los pobres muertos no se terminaran de morir y vivieran aunque sea en la candela triste de una vela, en el vapor del tren para los malos sueños.

miércoles, 18 de junio de 2008

La vida bajo los bombillos


Estaba en casa, esperando que se acabara el domingo, respirando un aire pesado que anunciaba lluvia. Al principio no prestó atención, pero se fueron multiplicando los pequeños cuerpecitos cayendo sobre sus piernas, más pesados que hormigas, más livianos que moscas. Poco a poco comenzó a perturbarse, eso sí, completamente negada a mirar.
Siempre ha despreciado a la mayoría de los insectos, pero no por las patas ni las antenas, en realidad le cuesta imaginar cerebros en cabezas tan pequeñas. Tantas veces se ha peguntado como alguien –algo- puede llegar a clavar su aguijón sin ganas de herir. El daño por el daño, la herida por la herida.
No le importaba nada, y aunque quería seguir quieta en ese tiempo particular del domingo, no pudo ignorar un ruido leve y seco que provenía del ventilador. Volteó a ver si algún papelito del envoltorio de los cigarros se había deslizado hasta la rejilla, pero no. Pensó luego que el motor estaba sufriendo una avería de esas que comienzan por un ruido imperceptible y que culminan con aspas, botones y cables enredados entre cartones le leche y huevos podridos.
Aunque nada sabía de mecánica de electrodomésticos, ese ruido no era de metal contra metal, pero, terca, quería seguir sin estrellarse contra una de las muestras más contundentes de estupidez. Entre la lámpara de su habitación y ella había una densa nube de polillas. Se golpeaban furiosas contra el cristal del bombillo, caían sobre la piel blanquísima sus cuerpos sin alas, y las otras, tontas, que conseguían escapar de la tentación de la luz absoluta, atravesaban contra toda predicción la corriente de aire y se mutilaban entre las aspas de metal en una carrera desesperada por no presenciar la lluvia.

sábado, 26 de abril de 2008

Cuando las prepara ella


Una cascada no se parece al pelo de Herminia. A lo mejor la noche se parece un poco más, pero sólo cuando aparecen estrellas fugaces. Cada hebra danza entre sus manos, se mueven libres y a su antojo, aun cuando las ata para que no caigan mientras hierve las habas en leche.
Una vez la miré a los ojos y supe que el brillo de su pelo es un secreto. Herminia es chola. Alguna vez le habrán gritado “india” luego de un tropezón accidental en la calle, y, en ese momento que no presencié, de su cabeza se habrá desprendido un cabello. Del hígado comenzaría a brotarle bilis, como el sangrado de algunos árboles cuando les tallan el tronco. Se olvidaría de su pelo y de las habas y querría retroceder el tiempo y sacrificarse honorablemente en un templo del Sol. Herminia se doblaría, se rompería y nunca sabría que era dulce ni que sus habas sabían a amor, a tierra arrebatada, a vergüenza, a tunas rojas, a templo derrumbado y a llama.
No le pedí la receta con la excusa de que las habas me ponen mal del estómago. De todas maneras ella recitó los ingredientes, uno a uno, sin celo, pero no tengo el tórax ancho por la altura de los Andes, cuando me duele la tierra no le grito pachamama, ni le hablo a mi madre en quechua. No. No prepararé ese guiso de habas. Acaso alguna vez vuelva a ver a Herminia y le pediré que me las prepare, le diré que su pelo brilla y que si uno se fija bien presenciará una tormenta eléctrica y después, si no es mucha molestia, le pediré que me de un matecito para que se me pase la flatulencia de tener que tragarme la historia.