
Desde hace algunos años sigo una rutina en fechas como hoy. El día anterior prendo el televisor para saber cuál será la ruta de la marcha. Planifico mi itinerario en función de que ninguna de mis diligencias se vea entorpecida y al salir en la mañana me voy a trabajar muy contenta, con la certeza de que llegaré temprano a casa porque como no tengo carro, en días de marcha tengo una buena excusa para regresar temprano. En el transcurso del día escucho las noticias, casi con desgano, y en la noche le doy una última revisada al noticiero. Esa es la persona que quiero ser… pero la verdad… la verdad es que en la noche tengo la esperanza de que esa convocatoria de manifestación llegue a mucha gente, rezo un rato para que no llueva porque los venezolanos no marchamos bajo la lluvia y me acuesto a dormir un poco inquieta. En la mañana me voy a trabajar con miedo de que haya muertos, pero al mismo tiempo con fe en que esta vez sí. Busco el noticiero con ansiedad y al llegar a casa me acuesto decepcionada de que una vez más la marcha no haya llegado a su destino, de que no haya pasado nada, de que las cosas sigan en este infernal círculo infinito que no se le antoja convertirse en cuadrado, en rombo o en cualquier otra figura.
Algunas veces, sola, me he acercado a las manifestaciones -venciendo el miedo terrible que me dan las multitudes. Sola me siento más segura y sola no tengo que escapar del ridículo. No tergiverso los términos, ridícula es la esperanza de que la gente despierte, es tan ridículo como pensar que en la frase “Patria o muerte” va a levantarse Venezuela de sus propios escombros como el ave fénix y la muerte será una metáfora. Pero la muerte es indiscutiblemente literal y los que se mueren de hambre se seguirán muriendo, mientras los tres gatos que marchan gastarán suela de zapato con el costo adicional de la ansiedad de los que esperamos del otro lado del televisor, porque aunque caminemos ahí, aunque respiremos gases lacrimógenos, seguimos estando del otro lado.