martes, 18 de marzo de 2008

Círculos


Cada vez que me bajo del carro, cualquier carro, lo hago con un saltito característico que revela cierta torpeza, luego retiro concienzudamente la mano de la ventana y termino verificando si he cerrado bien la puerta. Siempre estuve orgullosa de este acto responsable, hasta que una noche, llegando a casa, pude zafarme un poco de mi cuerpo, de mi sistema nervioso, de mi propia voluntad y entonces me vi, cerciorándome, una segunda vez, de si realmente estaba cerrada, dos veces, tres… Entonces ese día, además de quebrarse mis buenas intenciones, me hice conciente de mi manía.
Desde ese momento, sé que cuando estoy acompañada la situación se vuelve casi absurda, porque no quiero que me vean tirando de la manija dos veces y mucho menos cuando lo hago cuatro veces y hasta cinco. A partir de la segunda me escondo y vuelvo a mi acción repetitiva de un modo casi imperceptible. Si la observación de terceros se vuelve inevitable, palpo el material negro con sigilo, halo rápidamente y aunque la puerta no se mueva, sin pensar, vuelvo a estirar mi cuerpo a toda velocidad, cada célula, cada transmisor de mis nervios concentrado en hacerlo una vez más. Me alejo unos diez pasos del carro, miro mi imagen distorsionada en la pintura brillante y lo vuelvo a hacer. Incluso respondo a alguna pregunta de mi acompañante, o tal vez me fijo en la ropa o el peinado de algún transeúnte y… lo vuelvo a hacer.
Hasta ahora nadie me ha mencionado nada al respecto, lo más cerca que he estado de romper esta sacralizada repetición ha sido al intentar obedecer la orden de apurarme porque “ya empieza la película” o porque “vamos a llegar tarde”. Es que detenerme significaría, sentada en la mesa de un café o en la butaca de un cine, dejar que un pensamiento se deslizara hasta la acera y que se fijara una lánguida mirada metafísica por largas horas sobre la manija.
Pero toda regla tiene una excepción, y la confirmación de esta frase hartamente repetida son los taxis, porque siempre el conductor arranca apenas me bajo y cierro la puerta y cuando extiendo la mano para volver a intentarlo, sólo me queda la imagen de la nuca que vi durante todo el trayecto y la sensación inevitable de haber comenzado a trazar un círculo que no pude terminar.