miércoles, 6 de agosto de 2008

Vigilias


Se despertó a media noche a tomar un vaso de agua y se encontró con la vela que le había prendido a alguno de sus muertos. Entonces se empezó a dibujar la cara de su abuela en la penumbra, la silueta de los amigos que se cansaron, de los enfermos, de los que estaban muy tristes y de los que simplemente se acabaron. Y su padre, pocas veces se encontraba con su padre en el pasillo angosto. Se veían a la cara, se recriminaban cosas, se volvían a mirar y cuando ella le preguntaba qué hacen allá los espíritus, él se volteaba y la dejaba así, otra vez en la oscuridad.
Cuando regresaba a la cama volvía a dormirse y tenía pesadillas con temblores. Otras veces se iba a una calle desconocida, salía desnuda y no había una puta manta, un pedazo de tela que pudiera cubrirle las miserias, pero ya desde hace mucho tiempo no valía la pena despertarse y entraba directo a otro sueño en que las anacondas le besaban las manos y eran más dulces que los caballos de mar.
Se dio cuenta de que era mejor no prender más velas, que el sueño la llevaba a la muerte y la muerte al sueño y así la noche era un espacio de pesadilla y calma, la manera más triste de despertarse cansada sin ganas de gente, ni vida, ni flores, ni nada porque al final todo iba a terminar en el recuerdo. Y tal vez por eso siguió su rito, para que los pobres muertos no se terminaran de morir y vivieran aunque sea en la candela triste de una vela, en el vapor del tren para los malos sueños.

miércoles, 18 de junio de 2008

La vida bajo los bombillos


Estaba en casa, esperando que se acabara el domingo, respirando un aire pesado que anunciaba lluvia. Al principio no prestó atención, pero se fueron multiplicando los pequeños cuerpecitos cayendo sobre sus piernas, más pesados que hormigas, más livianos que moscas. Poco a poco comenzó a perturbarse, eso sí, completamente negada a mirar.
Siempre ha despreciado a la mayoría de los insectos, pero no por las patas ni las antenas, en realidad le cuesta imaginar cerebros en cabezas tan pequeñas. Tantas veces se ha peguntado como alguien –algo- puede llegar a clavar su aguijón sin ganas de herir. El daño por el daño, la herida por la herida.
No le importaba nada, y aunque quería seguir quieta en ese tiempo particular del domingo, no pudo ignorar un ruido leve y seco que provenía del ventilador. Volteó a ver si algún papelito del envoltorio de los cigarros se había deslizado hasta la rejilla, pero no. Pensó luego que el motor estaba sufriendo una avería de esas que comienzan por un ruido imperceptible y que culminan con aspas, botones y cables enredados entre cartones le leche y huevos podridos.
Aunque nada sabía de mecánica de electrodomésticos, ese ruido no era de metal contra metal, pero, terca, quería seguir sin estrellarse contra una de las muestras más contundentes de estupidez. Entre la lámpara de su habitación y ella había una densa nube de polillas. Se golpeaban furiosas contra el cristal del bombillo, caían sobre la piel blanquísima sus cuerpos sin alas, y las otras, tontas, que conseguían escapar de la tentación de la luz absoluta, atravesaban contra toda predicción la corriente de aire y se mutilaban entre las aspas de metal en una carrera desesperada por no presenciar la lluvia.

sábado, 26 de abril de 2008

Cuando las prepara ella


Una cascada no se parece al pelo de Herminia. A lo mejor la noche se parece un poco más, pero sólo cuando aparecen estrellas fugaces. Cada hebra danza entre sus manos, se mueven libres y a su antojo, aun cuando las ata para que no caigan mientras hierve las habas en leche.
Una vez la miré a los ojos y supe que el brillo de su pelo es un secreto. Herminia es chola. Alguna vez le habrán gritado “india” luego de un tropezón accidental en la calle, y, en ese momento que no presencié, de su cabeza se habrá desprendido un cabello. Del hígado comenzaría a brotarle bilis, como el sangrado de algunos árboles cuando les tallan el tronco. Se olvidaría de su pelo y de las habas y querría retroceder el tiempo y sacrificarse honorablemente en un templo del Sol. Herminia se doblaría, se rompería y nunca sabría que era dulce ni que sus habas sabían a amor, a tierra arrebatada, a vergüenza, a tunas rojas, a templo derrumbado y a llama.
No le pedí la receta con la excusa de que las habas me ponen mal del estómago. De todas maneras ella recitó los ingredientes, uno a uno, sin celo, pero no tengo el tórax ancho por la altura de los Andes, cuando me duele la tierra no le grito pachamama, ni le hablo a mi madre en quechua. No. No prepararé ese guiso de habas. Acaso alguna vez vuelva a ver a Herminia y le pediré que me las prepare, le diré que su pelo brilla y que si uno se fija bien presenciará una tormenta eléctrica y después, si no es mucha molestia, le pediré que me de un matecito para que se me pase la flatulencia de tener que tragarme la historia.

martes, 18 de marzo de 2008

Círculos


Cada vez que me bajo del carro, cualquier carro, lo hago con un saltito característico que revela cierta torpeza, luego retiro concienzudamente la mano de la ventana y termino verificando si he cerrado bien la puerta. Siempre estuve orgullosa de este acto responsable, hasta que una noche, llegando a casa, pude zafarme un poco de mi cuerpo, de mi sistema nervioso, de mi propia voluntad y entonces me vi, cerciorándome, una segunda vez, de si realmente estaba cerrada, dos veces, tres… Entonces ese día, además de quebrarse mis buenas intenciones, me hice conciente de mi manía.
Desde ese momento, sé que cuando estoy acompañada la situación se vuelve casi absurda, porque no quiero que me vean tirando de la manija dos veces y mucho menos cuando lo hago cuatro veces y hasta cinco. A partir de la segunda me escondo y vuelvo a mi acción repetitiva de un modo casi imperceptible. Si la observación de terceros se vuelve inevitable, palpo el material negro con sigilo, halo rápidamente y aunque la puerta no se mueva, sin pensar, vuelvo a estirar mi cuerpo a toda velocidad, cada célula, cada transmisor de mis nervios concentrado en hacerlo una vez más. Me alejo unos diez pasos del carro, miro mi imagen distorsionada en la pintura brillante y lo vuelvo a hacer. Incluso respondo a alguna pregunta de mi acompañante, o tal vez me fijo en la ropa o el peinado de algún transeúnte y… lo vuelvo a hacer.
Hasta ahora nadie me ha mencionado nada al respecto, lo más cerca que he estado de romper esta sacralizada repetición ha sido al intentar obedecer la orden de apurarme porque “ya empieza la película” o porque “vamos a llegar tarde”. Es que detenerme significaría, sentada en la mesa de un café o en la butaca de un cine, dejar que un pensamiento se deslizara hasta la acera y que se fijara una lánguida mirada metafísica por largas horas sobre la manija.
Pero toda regla tiene una excepción, y la confirmación de esta frase hartamente repetida son los taxis, porque siempre el conductor arranca apenas me bajo y cierro la puerta y cuando extiendo la mano para volver a intentarlo, sólo me queda la imagen de la nuca que vi durante todo el trayecto y la sensación inevitable de haber comenzado a trazar un círculo que no pude terminar.