sábado, 26 de abril de 2008

Cuando las prepara ella


Una cascada no se parece al pelo de Herminia. A lo mejor la noche se parece un poco más, pero sólo cuando aparecen estrellas fugaces. Cada hebra danza entre sus manos, se mueven libres y a su antojo, aun cuando las ata para que no caigan mientras hierve las habas en leche.
Una vez la miré a los ojos y supe que el brillo de su pelo es un secreto. Herminia es chola. Alguna vez le habrán gritado “india” luego de un tropezón accidental en la calle, y, en ese momento que no presencié, de su cabeza se habrá desprendido un cabello. Del hígado comenzaría a brotarle bilis, como el sangrado de algunos árboles cuando les tallan el tronco. Se olvidaría de su pelo y de las habas y querría retroceder el tiempo y sacrificarse honorablemente en un templo del Sol. Herminia se doblaría, se rompería y nunca sabría que era dulce ni que sus habas sabían a amor, a tierra arrebatada, a vergüenza, a tunas rojas, a templo derrumbado y a llama.
No le pedí la receta con la excusa de que las habas me ponen mal del estómago. De todas maneras ella recitó los ingredientes, uno a uno, sin celo, pero no tengo el tórax ancho por la altura de los Andes, cuando me duele la tierra no le grito pachamama, ni le hablo a mi madre en quechua. No. No prepararé ese guiso de habas. Acaso alguna vez vuelva a ver a Herminia y le pediré que me las prepare, le diré que su pelo brilla y que si uno se fija bien presenciará una tormenta eléctrica y después, si no es mucha molestia, le pediré que me de un matecito para que se me pase la flatulencia de tener que tragarme la historia.