martes, 26 de junio de 2012

Haz yoga, yo que te digo

Fernanda, tú dices que todo se arregla, con ese optimismo que hace que las cosas se vean peor. Y yo te digo, a mis 32 creo que a esta vida se vino a sufrir Fernanda, no sabes las cosas que he tenido que pasar. Desde el día de mis quince años, cuando se me rompió el tacón delante de toda la gente, las desgracias no pararon de llegar. Fernanda mira a Clara tranquila, se ríe, le dice “deja el drama” y se le pierde la miranda recordando a la monja del colegio dándole bofetadas. Se va más atrás y piensa en su madre dejándola en el internado, segura de que era lo mejor para ella. Además, si mamá y papá no tenían tiempo para estar juntos se iba a morir “el romance”. Cuando su papá decía “romance” a Fernanda le daban ganas de llorar. Como un relámpago fulmina el recuerdo y le dice a Clara que debería hacer yoga. Fernanda tú crees que el yoga va a hacer que se me olvide la humillación de la semana pasada. Mi prima Loli decidió hacer su matrimonio primero y me quitó la primicia. Carlos me dijo que no me preocupara, que Loli era una envidiosa, pero que el nuestro va a quedar mejor. Yo pasé dos días llorando de la rabia, tengo 18, 18 meses preparando todo como para que me haga eso. Fernanda intentó mostrarse solidaria, pero en el café donde estaban sentadas sonaba de fondo una trompeta de Louis Armstrong que la llevó al cuarto de aquel tipo que tocaba saxo. Un jueves por la noche lo hicieron sobre la alfombra, se rompieron los labios, se rasparon las rodillas, se quedaron con sed porque no había agua potable antes de que él se fuera a un toque. El del saxo no la llevó a Barcelona y la postal que le regaló de Gaudí se escondió entre las páginas de una agenda vieja. Tú me entiendes Fernanda que esas cosas no se hacen, que uno se echa colorete, sale a la calle, que la gente no se da cuenta de lo que uno tiene que luchar por sus cosas. No Clara, nadie sabe, aunque yo con estos zapatos rojos que me acabo de comprar siento que el día valió la pena.

lunes, 18 de junio de 2012

Huesos

Sofía siempre lleva suéter, la gente cuchichea cuando la ve. 35 grados centígrados en la sombra. No se da cuenta de que la miran, va pensando en cuándo fue que dejó definitivamente de mirarse en el espejo. Su imagen se fragmentaba, se volvía caleidoscopio. Cuando era una niña inventaba historias de vampiros, los vampiros no se reflejan. Después ya no inventaba nada, evitaba hasta las vidrieras. La verdad quería morirse, pero no tanto. A los 20 un tipo del instituto de inglés la invitó a salir. Fueron al cine, él comió cotufas, ella las tiraba disimuladamente al piso; él tomó coca cola, ella se llevaba el pitillo a la boca sin aspirar. La película terminó, se subieron al carro en el estacionamiento, él sintió que le subía la temperatura, le sudaban las manos, la besó. Ella no sentía nada, abrió la boca, se dejó hacer. Cuando él la sujetó por la espalda para tenerla más cerca, algo sonó, un crujido seco impertinente lo horrorizó. Hasta ese momento había tratado de ignorar lo evidente, no tenía tetas, no tenía culo ni saliva. Se retiró bruscamente, no soportó el ruido. Sofía no volvió a intentarlo. Suprimió el recuerdo. Una tarde de julio llovía, hacía calor, los mosquitos se acercaban, se frustraban y luego la dejaban en paz. Cerró los ojos sin espantar la plaga, la misma escena volvió a su mente: ella jugaba en el piso con un caballo rosado, estiró las manos hacia su padre. Él pasó de largo. La madre escandalizada habló: Dios te va a castigar y yo voy a estar ahí de testigo. Ni así volteó a verla.